La esperanza que no defrauda

Hace semanas que hemos comenzado la andadura de esos trozos de existencia que llamamos años. En estas encrucijadas, hay de todo: quien se deja llevar por las inercias que marcan los otros, quien se llena de buenos propósitos haciendo balance de lo bueno y malo y no falta quien se resiste a los tópicos y convenciones, salpicado de un cierto cinismo, habiendo perdido ya toda esperanza de cambio positivo duradero.

Hay otro camino. Se trata de considerar una esperanza que no defrauda, porque nace de un amor que no hemos hecho nada para ganar, por lo que no se puede perder. Es el amor de Dios, que puede derramarse en nuestro interior, lo mismo que se llena de agua un vaso y se convierte en instrumento vital al calmar la sed. El mensaje bíblico nos insiste en que todo gira en torno a aquel momento en la historia en el que Jesús de Nazaret, que dijo de sí mismo ser el Ungido profetizado desde siglos, murió en la Cruz en nuestro lugar para podernos librar a nosotros de la muerte. El que cree, puede. Porque podemos, al creer que todo esto tiene que ver con nosotros y aceptarlo, sabernos justificados ante Dios y disfrutar de auténtica paz con Él, lo que hará que brote la paz en todas direcciones: con nosotros mismos, con el prójimo, con nuestro entorno. Esta es la auténtica esperanza: la de la gloria de Dios, la de saber que podemos entrar por la puerta de la inagotable gracia de Dios por la obra de Cristo. Hasta en medio del sufrimiento todo cobra un nuevo sentido y la esperanza.

«Puesto que Dios ya nos ha hecho justos gracias a la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. Pues por Cristo hemos podido acercarnos a Dios por medio de la fe, para gozar de su favor, y estamos firmes, y nos gloriamos con la esperanza de tener parte en la gloria de Dios. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos de los sufrimientos; porque sabemos que el sufrimiento nos da firmeza para soportar, y esta firmeza nos permite salir aprobados, y el salir aprobados nos llena de esperanza. Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha llenado con su amor nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha dado»
(Epístola de Pablo a los Romanos: 5:1-5)

El niño de Belén

Podemos considerar, en el mejor de los casos, la Navidad como una bonita expresión de buenos deseos basados en la inercia, pero pensando que lo que ocurrió en Belén hace dos mil años no es más que un mito, un bonito cuento, precisamente de Navidad.

Hay otro camino: pararnos y considerar con toda la seriedad de aquél que sabe que la vida le va en ello, la historicidad de unos documentos vivos, que se guardaron celosamente a través de los siglos (hace ya unos cuantos que tienen forma de libro) y que se llaman los evangelios… y pensar en ese niño que nació en Belén:

Del que sería niño de Belén, de Jesús, hay unas 180 profecías a él referidas en la Biblia. Docenas de ellas se han cumplido ya con una exactitud escalofriante, lo que contribuye a pensar que lo que la Biblia dice es verdad.

El niño de Belén creció y nos enseñó que nuestros propios inventos religiosos, que mantenemos con orgullo junto con muchas de nuestras tradiciones, pueden terminar por tapar lo que realmente Dios desea… Todo ello por no habernos detenido a contrastar nuestras ideas con el guión original…

El niño de Belén, cuando creció, dijo ser la luz del mundo y el único camino que puede llevarnos al Padre, excluyendo las demás rutas…

El niño de Belén, cuando creció, dijo que el que le había visto a él, había visto al Padre. Porque con todo esto, tenemos ante nosotros uno de los grandes misterios: Dios hecho hombre por amor.

El niño de Belén, cuando creció, extendió sus brazos ofreciéndose a todos y a cada uno, en la cruz en la que fue clavado, en el lugar donde debíamos haber estado nosotros por todos nuestros fracasos y pecados, que nacen de rechazar a Dios.

Por lo que el niño de Belén, cuando creció, dijo ser el Salvador del mundo, cosa que sólo se dice si uno está afecto de psicosis, de megalomanía… o si es verdad. Dijo que la humanidad necesitaba de dicha salvación y que este no es asunto de hace siglos, sino una necesidad perpetuamente presente… y que daba su vida para poder rescatar a muchos de un mal destino y de un camino de frustración y sin sentido.

Se trata, pues, de que no nos quedemos con el histórico Cristo español de algunos, que se limita al pesebre o al terriblemente ensangrentado, sino de tener presente la alegría de saber que está vivo entre nosotros y que puede milagrosamente formar parte de nuestra vida, estar en nosotros, darnos una nueva esperanza, una fuerza para vivir, un nuevo amor para con Él y para con el prójimo y, en definitiva, darnos vida eterna. Para eso vino al mundo el niño de Belén. La verdadera Navidad feliz sólo tiene lugar cuando le decimos «sí, creo en tu persona y en tu mensaje» a Jesús.

«Os ha nacido un Salvador: Cristo el Señor» (Lucas 2:11)

¿Casualidad o causalidad?

Podemos, de peor o mejor gana, creer en la casualidad, en ese azar impersonal que llamamos suerte e incluso resignados con una sonrisa creer en las múltiples variantes de la ley de Murphy. Podemos creer en un destino ciego y pensar que somos los actores involuntarios en el teatro existencial y dejarnos llevar. Por el contrario, podemos pensar que nada de eso existe y que todas las claves están en nuestras manos y que podemos forjar nuestro destino si nos lo proponemos.

Hay otro camino. Descubrir en las páginas de la Biblia a un Dios que está presente y no está callado, que -frente a todos los dioses de todos los tiempos- se define como Amor, Luz y a quien se puede conocer. Nada se escapa de su control, y es capaz de tejer con mano prodigiosa, un hermoso tapiz aún en medio de sufrimientos misteriosos si consideramos nuestra existencia a la luz de la eternidad. No nadamos en un azar, porque a Dios le importamos cada uno de los miles de millones de seres humanos que habitamos hoy el planeta, incluido usted y todo lo que nos ocurre puede ser encaminado por sendas buenas cuando se le ama. En la persona de Cristo y en la cruz del calvario selló su amor redentor. Ese amor, esa entrega, causada por nuestros fracasos, no nos puede dejar indiferentes.

«…Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman…» (Romanos 8:28)

«…Dios es amor…» (1ª Juan 4:8,16)

Es necesario arrepentirse

Es propia del ser humano la tendencia a considerar el arrepentimiento como algo indigno. Nuestro orgullo innato nos dificulta rectificar y mucho más, el reconocer dicha rectificación. No digamos la posibilidad de pedir perdón de modo sincero…

Hay otro camino. Para ello, hace falta considerar un punto de partida en nuestra relación con Dios. Se trata de entender primero en qué consiste realmente el término «evangelio». Significa «buenas noticias». ¿Por qué «buenas noticias»? Jesucristo enseñó que Dios, que es amor, () es también totalmente justo y no tolera el pecado en su presencia () Ante Él estamos al descubierto, porque tiene en cuenta no sólo nuestros actos, sino el sótano oculto de nuestros pensamientos y motivaciones,. (, ,) Por eso el pronóstico que la Biblia hace del ser humano es malo: «…todos han pecado y están privados de la gloria de Dios…» () Ante este sombrío panorama, brilla la luz esperanzadora de una buena noticia (el evangelio): que, si bien «la paga del pecado es muerte… el don de Dios es vida eterna en unión con Cristo Jesús , nuestro Señor» (). De hecho, «Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» ()

Pero Dios pide de nosotros un arrepentimiento previo. Jesucristo insiste: «¡el … reino de Dios se ha acercado. ¡arrepentíos y creed en el evangelio!» () «Dios manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan.» () Arrepentirse es reconocer nuestros fracasos y ofensas ante Dios, pedir sinceramente perdón y dar media vuelta en nuestra trayectoria en la vida, habiendo mirado a la cruz en la que Cristo murió para salvarnos. Creer en Él es aceptar sin reservas el regalo de la salvación: «por gracia habéis sido salvados mediante la fe; esto no procede de vosotros, sino que es el regalo de Dios , no por obras, para que nadie se jacte» () Creer no es sólo asentir intelectualmente. Es confiar; es entregarse. Esa es la fe que salva, la que nos lleva a dar a Cristo la razón y darle nuestra vida. Creer o no creer: esa es la cuestión. La respuesta ante Jesús y su obra tiene repercusiones eternas: «el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rechaza al Hijo no sabrá lo que es esa vida, sino que permanecerá bajo el castigo de Dios» ()

El cristianismo es Cristo

Nos han contado muchas cosas y hemos hecho nuestra propia composición de lugar acerca del cristianismo, al que se cuenta como una religión más, que para muchos es seña de identidad, aunque sea sólo de nombre, para algunos una fuente de valores en el fondo insustituible y no falta quien piensa que en realidad es retrógrado, fuente de guerras, cruzadas y conflictos.

Hay otro camino. Se trata de ir a las fuentes originales y tal vez redescubrirlo todo al ver el tesoro que en realidad allí se esconde, oculto por nuestros prejuicios, la más de las veces indocumentados. Vayamos al evangelio en vivo y en directo y comprobaremos que cuando uno lee la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento y más evidente aún en el Nuevo, todo gira en torno a Jesús de Nazaret. Su persona y su obra son centrales. Él era Mesías (el «Cristo») prometido desde hacía siglos (ver, a modo de simple botón de muestra ) en quien se cumplen docenas de profecías con una exactitud pasmosa, y a Él nos remiten los evangelistas y epístolas y nos recuerdan sus palabras, la necesidad que tenemos (que Él mismo señaló) de creer en Él, confiando plenamente en que si dice que tenemos vida eterna al hacerlo, es que es verdad, como lo es su vigente llamado a todo hombre y mujer de toda época y lugar, a abandonar su insolente autosuficiencia y sus fracasos («su pecado») y arrepentirse dando media de vuelta en la trayectoria vital, para mirar de cara a la cruz en la Cristo murió para salvarnos, si creemos en Él. Tal es su amor por la humanidad, por usted y por mí, que lo hizo muriendo en nuestro lugar. Luego, experimentaremos que la tumba vacía hace posible el encuentro con el Cristo vivo, lo que transformará nuestra existencia a este lado de la muerte y más allá. Ya no se tratará tanto del «cristianismo» como si de una etiqueta de múltiples significados se tratara. Se tratará de una relación personal, transformadora de modo radical, con Jesús. Porque el cristianismo, es sencillamente Cristo.

«…Cristo es la imagen del Dios invisible …todo fue creado por medio de Él y para Él y Él es antes de todas las cosas y todas las cosas en Él subsisten …» (Colosenses 1:15-16)

«…Para vosotros, pues, los que creéis, Él (Cristo) es precioso…» (1ª de Pedro 2:7)

Saber de primera mano

Podemos conformarnos con saber de oídas. Desde una cierta comodidad confortable, tan predominante hoy en día, preferimos muchas veces que nos trasladen conclusiones ajenas, que con imprudente facilidad asumimos como propias, muchas veces a golpe de tertulia superflua, de esas en las que se habla de mucho sabiendo tan poco… Tal vez la forma en que en nuestro entorno se han hecho las cosas, nos basta para considerar que jamás hemos de cambiarlas, confundiendo la costumbre con la verdad. Nos lo contaron de un modo y nos basta. Además, queremos aprender sin aprehender, empujados por el predominio del interesante lenguaje audiovisual y la facilidad de acceso a océanos de datos a golpe de “clic”, confundiendo información con verdadero conocimiento. Elegimos con alegría creer la opinión de un experto sobre un tema, olvidándonos de que también hay otros expertos que opinan de modo diferente sobre el mismo tema, a los que no nos han presentado y tal vez no nos molestemos en buscar ni escuchar…

Hay otro camino. Es cuesta arriba, pero es enormemente satisfactorio. (Al fin y al cabo nada que merezca la pena en la vida está exento de esfuerzo) Se trata de acercarse a comprobar por uno mismo la verdad de las cosas, a no conformarse con saber de oídas, sino leer de primera mano, y tener el valor de cimentar la propia conciencia sobre fundamentos fiables.

¿Por qué no abrir las páginas de esa maravillosa carta de Dios a la humanidad que es la Biblia , y comprobar por uno mismo si lo que nos han contado es la verdad o tal vez no? ¿Y si resulta que Dios existe y se le puede conocer personalmente? ¿Y si fuera cierto que nos ama y ha dado respuestas a muchas de nuestras más inquietantes preguntas? ¿Y si Jesucristo fue verdaderamente quien dijo ser? ¿Y si eso es relevante para mí y para usted hoy y ahora? ¿Se conformará con lo que le contaron… o lo comprobará por sí mismo…?

Hay camino que al hombre le parece derecho,
pero es camino que lleva a la muerte.
(Proverbios 14:12)

Jesús le dijo:
—Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.
(Evangelio de Juan 14:6)

Frágiles y dependientes

Qué frágiles somos. Aunque dispongamos de impresionantes avances científicos, seguimos palpando nuestra fragilidad. Podemos observar el vasto universo con sondas que exploran el lejano y fascinante Saturno, sin embargo seguimos alzando la vista hacia las nubes cercanas esperando la lluvia imprescindible, con inquietud creciente si ésta se retrasa. Al fin y al cabo, nosotros sólo hemos sido capaces de inventar una lluvia: la ácida y necesitamos la que Dios hace caer sobre buenos y malos. Mientras hemos llegado a la difícil tarea de haber identificado el genoma, y conocemos bien el aspecto y la función de organismos tan diminutos como los virus, resulta que alguien estornuda al otro lado del Atlántico y semanas después unos turistas recuerdan, encerrados en un hotel de otro continente, el amargo sabor de la cuarentena, algo ya olvidado y que tanto marcó la vida cotidiana de nuestros antecesores, quienes durante siglos, se vieron obligados de vez en cuando a liar los bártulos para salir de aldea en aldea huyendo de las pestes de antaño. Hoy en día, esta globalización que tantas cosas buenas tiene, también nos trae su tasa de contagiosidad, como hemos comprobado con la pandemia de la gripe H1N1.

Somos frágiles y dependientes. La realidad es tozuda a la hora de frenar las delirantes fantasías de omnipotencia que el ser humano alberga en ocasiones. Un coágulo en el cerebro de unos pocos milímetros, nos lo puede demostrar dejándonos hemipléjicos y sin habla de golpe. Dependemos de los demás, comenzando desde el seno materno en el que somos, no solamente seres vivos, sino dignos seres humanos en formación, que dependen del ser que los alberga. Dependemos de los demás después y siempre, en mayor o menor medida. Hablando de la necesidad de cultivar la amistad, C.S. Lewis dijo que “por mí mismo no soy lo bastante completo como para poner en actividad el hombre total”. Las enseñanzas del Nuevo Testamento en torno a la iglesia subrayan el significado de ser miembros de un cuerpo, el de Cristo y unos de otros, contrarrestando el cancerígeno individualismo que siempre nos asedia.

Pero sobre todo, somos dependientes de Dios. Él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas. En Él vivimos, nos movemos y somos. Él sostiene el universo con la palabra de su poder. Dependemos de Él para nuestra salvación, habiendo tomado la iniciativa en los rincones de la eternidad para rescatarnos de nuestra mediocridad e injusticia. La historia universal no camina al azar, sino que va camino de la reunión de todas las cosas en Cristo. El guión de nuestra existencia está en sus manos, que son las de un Dios que nos ama no porque lo merezcamos, sino porque Él mismo es amor. Hasta con los hilos misteriosos del sufrimiento, su mano amorosa y solidaria teje en la dirección correcta aunque oculta para nosotros a veces. Dependemos de su Espíritu para vivir la verdadera libertad concretada en poder hacer aquello que debemos hacer. Él, de hecho, es quien vive en nosotros los cristianos y hace que el carácter de Cristo florezca en nosotros. Su obra, no la nuestra. Somos más fuertes cuando su fortaleza se manifiesta en nuestras debilidades. Por eso, la paradoja es que somos más libres y humanos cuanto más dependemos más de Dios. Es la verdadera y liberadora ley de la dependencia.
(Publicado en la Revista Edificación Cristiana)

Invirtiendo bien en medio de la crisis

Parece que sí, que la crisis está avanzando en nuestro medio. Aunque son variadas, esta crisis tiene como causas el hecho de haber puesto nuestro corazón en las cosas. Hemos codiciado. Tal vez hemos pagado precios exagerados por cosas que no lo valían, porque, en realidad acariciábamos la idea de poder venderlas aún más caras. Queríamos más cosas. En este acuerdo tácito, hemos participado todos un poco. Además, nos hemos enorgullecido ante el mundo de nuestro anterior Producto Interior Bruto, sin darnos cuenta de que nuestro interior se puede embrutecer produciendo hombres más deshumanizados en este camino de amar tanto a las cosas. Hay otro camino. El que propone Aquél que nos recordó que al final de nuestra jornada de nuestra vida, el camino sigue. Que somos necios si almacenamos sin parar y no nos preocupamos por el alma y por su destino eterno. Si aceptamos a Jesús, su persona y su mensaje, entenderemos que nuestro tesoro es otro. A lo que daremos valor, será a aquello que permanece, a lo que no se devalúa de un día para otro.

EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS, CAPÍTULO 12:16-21

También les refirió una parábola, diciendo: «La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: “¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos?”. Y dijo: “Esto haré: derribaré mis graneros y los edificaré más grandes, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: ‘Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; descansa, come, bebe y regocíjate’”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma, y lo que has guardado, ¿de quién será?”. Así es el que hace para sí tesoro y no es rico para con Dios»