Podemos confiar en la utopía humana que nos plantea siempre nuevas metas, contribuye a la creación de nuevos horizontes a los que acercarnos y a los que nunca llegaremos. Sin duda es importante conseguir las mayores cotas de justicia posibles en nuestro entorno, trabajar incansablemente por la paz y el bienestar, evitando tiranías y el abuso del prójimo. No podemos desestimar los momentos de la historia en los que se ha podido avanzar un poco en este sentido. De hecho, en este siglo XXI, estamos asistiendo a una revolución en el mundo árabe y más allá, que nos ha sorprendido a todos. Pero cuando repasamos detenidamente la historia, nos damos cuenta de que, en muchas ocasiones, las revoluciones hacen que el poder y el dinero cambien de manos, pero la tendencia a cometer los mismos errores del pasado se mantiene.
Hay otro camino. Atender al que, en un sentido, es el verdadero revolucionario. En realidad, el único revolucionario: Jesús de Nazaret. Nos llama a creer en él, a que aceptemos que Él es quien dice ser: el único camino al Padre (), aquel que tiene el único nombre en el que podemos ser salvos (). Nos llama a dar media vuelta en el camino, es decir, arrepentirnos y volvernos a Dios (). Y es que así se arregla la fuente de todos los males, de todas las injusticias del ayer, del hoy y del mañana: el corazón corrompido del ser humano, el fracaso del hombre ante sí mismo, ante el prójimo y ante Dios: eso que la Biblia llama “pecado”, con consecuencias trágicas si no se arregla: la de una eternidad sin Dios. Sin embargo, la buena noticia que es el evangelio es que Jesucristo nos puede perdonar, y dar la vida eterna si hay esa fe genuina en él. Y entonces surge en nosotros un nuevo ser, vemos todo de un modo diferente. Es la verdadera revolución.