¿Por qué hablamos tan poco de Dios? Hacerlo no tiene por qué ser siempre un motivo de disputa ni una señal de mala educación. Hay una especie de código que nos impulsa a denominar como tabú el tema religioso. Tal vez haya un cóctel de miedos influyendo: el miedo a la confrontación, a no ser bien entendidos, a no estar de moda, el miedo al qué dirán y a correr un alto riesgo de ser injustamente clasificados por nuestros interlocutores, así como tantos otros miedos… pueden terminar por paralizarnos y el relegar un tema vital para todos, al sótano de nuestro solitario mundo interior.
Hay otro camino. Hablemos de Dios. Desde el respeto a las otras opiniones, (respetamos sagradamente al ser humano y no se puede obligar a nadie a creer), hablemos del Dios de la Biblia, un Dios de amor que se manifiesta en Jesucristo. Decimos «de la Biblia» para no patinar en exceso en el mundo del subjetivismo y además, porque son infinidad las personas que, en realidad no conocen lo que en la Biblia Dios dice de sí mismo de primera mano, sino que se han limitado a la comodidad de conformarse a lo que han oído. Hablemos del Dios a quien le importo, (incluso aunque a veces parezca mentira), del Dios que da sentido a nuestra existencia, de quien nos da fuerza para vivir, de quien ha dejado todo preparado para poder reconciliarnos con Él, ya que es a la vez justo y santo, y nos puede reconciliar con nosotros mismos y con el prójimo; hablemos de que quiere y puede darnos vida en abundancia, de que es capaz de hacer que seamos plenamente humanos cuanto más nos acercamos a lo divino, hablemos de la esperanza de la vida eterna (Cristo mismo volvió del más allá para seguir evidenciarlo más acá), hablemos de Dios. Hablemos bien de Dios. Y… hablemos desde la experiencia de Dios. Es posible conocerle. Él está presente y no está callado.
«Creí, por lo cual hablé…» ( y )