Podemos, de peor o mejor gana, creer en la casualidad, en ese azar impersonal que llamamos suerte e incluso resignados con una sonrisa creer en las múltiples variantes de la ley de Murphy. Podemos creer en un destino ciego y pensar que somos los actores involuntarios en el teatro existencial y dejarnos llevar. Por el contrario, podemos pensar que nada de eso existe y que todas las claves están en nuestras manos y que podemos forjar nuestro destino si nos lo proponemos.
Hay otro camino. Descubrir en las páginas de la Biblia a un Dios que está presente y no está callado, que -frente a todos los dioses de todos los tiempos- se define como Amor, Luz y a quien se puede conocer. Nada se escapa de su control, y es capaz de tejer con mano prodigiosa, un hermoso tapiz aún en medio de sufrimientos misteriosos si consideramos nuestra existencia a la luz de la eternidad. No nadamos en un azar, porque a Dios le importamos cada uno de los miles de millones de seres humanos que habitamos hoy el planeta, incluido usted y todo lo que nos ocurre puede ser encaminado por sendas buenas cuando se le ama. En la persona de Cristo y en la cruz del calvario selló su amor redentor. Ese amor, esa entrega, causada por nuestros fracasos, no nos puede dejar indiferentes.
«…Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman…» (Romanos 8:28)
«…Dios es amor…» (1ª Juan 4:8,16)