Qué frágiles somos. Aunque dispongamos de impresionantes avances científicos, seguimos palpando nuestra fragilidad. Podemos observar el vasto universo con sondas que exploran el lejano y fascinante Saturno, sin embargo seguimos alzando la vista hacia las nubes cercanas esperando la lluvia imprescindible, con inquietud creciente si ésta se retrasa. Al fin y al cabo, nosotros sólo hemos sido capaces de inventar una lluvia: la ácida y necesitamos la que Dios hace caer sobre buenos y malos. Mientras hemos llegado a la difícil tarea de haber identificado el genoma, y conocemos bien el aspecto y la función de organismos tan diminutos como los virus, resulta que alguien estornuda al otro lado del Atlántico y semanas después unos turistas recuerdan, encerrados en un hotel de otro continente, el amargo sabor de la cuarentena, algo ya olvidado y que tanto marcó la vida cotidiana de nuestros antecesores, quienes durante siglos, se vieron obligados de vez en cuando a liar los bártulos para salir de aldea en aldea huyendo de las pestes de antaño. Hoy en día, esta globalización que tantas cosas buenas tiene, también nos trae su tasa de contagiosidad, como hemos comprobado con la pandemia de la gripe H1N1.
Somos frágiles y dependientes. La realidad es tozuda a la hora de frenar las delirantes fantasías de omnipotencia que el ser humano alberga en ocasiones. Un coágulo en el cerebro de unos pocos milímetros, nos lo puede demostrar dejándonos hemipléjicos y sin habla de golpe. Dependemos de los demás, comenzando desde el seno materno en el que somos, no solamente seres vivos, sino dignos seres humanos en formación, que dependen del ser que los alberga. Dependemos de los demás después y siempre, en mayor o menor medida. Hablando de la necesidad de cultivar la amistad, C.S. Lewis dijo que “por mí mismo no soy lo bastante completo como para poner en actividad el hombre total”. Las enseñanzas del Nuevo Testamento en torno a la iglesia subrayan el significado de ser miembros de un cuerpo, el de Cristo y unos de otros, contrarrestando el cancerígeno individualismo que siempre nos asedia.
Pero sobre todo, somos dependientes de Dios. Él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas. En Él vivimos, nos movemos y somos. Él sostiene el universo con la palabra de su poder. Dependemos de Él para nuestra salvación, habiendo tomado la iniciativa en los rincones de la eternidad para rescatarnos de nuestra mediocridad e injusticia. La historia universal no camina al azar, sino que va camino de la reunión de todas las cosas en Cristo. El guión de nuestra existencia está en sus manos, que son las de un Dios que nos ama no porque lo merezcamos, sino porque Él mismo es amor. Hasta con los hilos misteriosos del sufrimiento, su mano amorosa y solidaria teje en la dirección correcta aunque oculta para nosotros a veces. Dependemos de su Espíritu para vivir la verdadera libertad concretada en poder hacer aquello que debemos hacer. Él, de hecho, es quien vive en nosotros los cristianos y hace que el carácter de Cristo florezca en nosotros. Su obra, no la nuestra. Somos más fuertes cuando su fortaleza se manifiesta en nuestras debilidades. Por eso, la paradoja es que somos más libres y humanos cuanto más dependemos más de Dios. Es la verdadera y liberadora ley de la dependencia.
(Publicado en la Revista Edificación Cristiana)
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