Un silencio se erguía. Parecía que todo había terminado. Jesús había muerto y con él todas las esperanzas.
En medio de la tristeza, en el silencio, las preguntas venían a raudales a la mente de todos aquellos que habían estado con Jesús. ¿En serio este era el final?
Ese día todo parecía carecer de sentido. En medio del silencio, no había quietud, había millones de preguntas y sentimientos de desesperanza.
Los corazones estaban llenos de dudas y recuerdos que intentaban conectar con todo lo que su amado maestro les había dicho, tratando de encontrar sentido a todo lo que estaba pasando.
En la mente de sus discípulos quizá surgían preguntas como: ¿por qué se dejó crucificar con el poder que tenía? ¿cómo puedo exclamar “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”1 en medio de tanta humillación, burlas y dolor? Y la gente… ¿cómo podían haber gritado ¡Crucifícale!? ¿no eran los mismos que habían comido del pan y los peces que Él había multiplicado?
En la mente de algunos de ellos habría acusaciones y remordimiento ¿cómo pude huir? ¿acaso Jesús no ha estado conmigo en mis peores momentos? ¿cómo pude negarle?
En el corazón de los soldados las dudas y los recuerdos les martillearían la cabeza ¿acaso era realmente culpable este hombre? ¿y si en verdad era el Hijo de Dios? ¿cómo puede ser que se hagan tinieblas sobre la tierra? ¿cómo pudo perdonar al ladrón y orar por nosotros?
Mientras tanto, a la puerta del sepulcro, los soldados temblaban de miedo. Los habían puesto para guardar una tumba ¿acaso tenía sentido? ¿quién querría robar un cadáver?, ¿no habían huido sus propios discípulos y algunos llorado a los pies de la cruz?
Después de la crucifixión más impactante de sus vidas, por todas las cosas que habían sucedido, les espeluznaba la idea de que algo pudiera suceder.
Nadie vino a esperar en la tumba.
El silencio era evidente, pero casi se podían percibir los gritos de los corazones de aquellos que habían visto a Jesús crucificado, porque nadie quedó indiferente.
1 Lucas 23:34