«La Biblia es un libro escrito por unos pocos, para controlar el poder», me decía de modo superficial, un interlocutor no hace mucho tiempo. Podemos considerar esta maravillosa biblioteca que es la Biblia un mero producto de la invención humana, con altas cumbres de sabiduría, eso sí, pero creación humana sin más.
Hay otro camino. El de recordar que durante mil quinientos años, más de cuarenta autores de trasfondo social desigual han coincidido sorprendentemente en el mensaje, han producido una obra sin igual en la historia, en la que, en contra de la literatura contemporánea a los escritos bíblicos, no se ocultan las miserias de los que parecen ser héroes en ocasiones y que lejos de ser mitos, son en realidad desmitificadores; relatos que hablan a lo profundo del hombre desde siempre, y un texto que reclama para sí una autoría superior, un soplo divino que ha inspirado a los autores sin anularlos (). Cabe, pues, considerar a la Biblia como lo que ella misma dice ser: una carta abierta de Dios a la humanidad en la que se nos cuenta la historia de un Dios trascendente que nos creó, nos ama y se nos manifiesta en la persona de Jesús de Nazaret, el Mesías prometido desde los inicios, quien muere en una cruz para salvar a todo aquel que crea en Él () y que ha sellado su verdad, deidad y victoria al dejar la tumba vacía.
Podemos, sobre todo, rebelarnos ante conocerla de oídas y abrir por tanto sus páginas para descubrir por nosotros mismos, lo que en ella Dios tiene que decirnos.